martes, 14 de abril de 2009

Elogio de la fragilidad. GUSTAVO MARTÍN GARZO

TRIBUNA: GUSTAVO MARTÍN GARZO
Elogio de la fragilidad

GUSTAVO MARTÍN GARZO 14/04/2009



Más que el correcto saber pensar de los metafísicos -escribe Henry Michaux-, lo que verdaderamente está llamado a descubrirnos son los presentimientos, los sueños, los éxtasis y agonías, el ya no saber pensar". La poesía se relaciona con este ya no saber pensar, tiene que ver con la debilidad, el riesgo, pero también con la salvación. Todos los niños que nacen, pero sobre todo los más necesitados, los que sufren a causa de la enfermedad, la pobreza o la injusticia, son poéticos porque nos hacen pensar en la hija del faraón rescatando a Moisés de las aguas. También ellos flotan en cestitos así, van a la deriva, y esperan a alguien que los salve. Llevan una llama con ellos, una llama que no se debe apagar. Ocuparse de esas llamas es la poesía.

En un cuento infantil, las vidas de los hombres se confunden con secretas llamas que brotan en el interior de una cueva. Están posadas sobre la arena y las piedras, y cada hombre tiene una que le representa. Cuando una se apaga, alguien en el mundo se muere. Esas llamas nos permiten ver, tienen que ver con la conciencia y con el pensamiento, pues para los griegos la palabra idea y la palabra ver tienen la misma raíz, por lo que el pensamiento es una forma de visión. Esa llama que somos da luz, pero también tiembla, y tememos por ella, pues cualquier imprevisto la puede apagar. Expresa nuestras zozobras y nuestros deseos.

La fragilidad es una cualidad de la vida y de la belleza, de todo lo que escapa a nuestro poder. Eros apagó la llama de Psique con sus dedos y al abandonar a ésta en su cueva la condujo a la locura: la falta de visión. Caer en la desgracia es vivir en un mundo sin llamas. Los creyentes lo saben, y por eso llenan sus templos de velas. Los hindús las colocan entre pétalos y platitos de arroz, junto a los árboles sagrados, o las ponen sobre pequeñas barcas que se lleva la corriente de los ríos. Esa llama que el agua se lleva es la imagen de nuestra huidiza vida. ¿Hacia dónde va?

La poesía es ver partir esas llamas, pero sintiendo que pueden regresar; algo que desafía la razón, pues ¿cómo un río puede devolvernos lo que se llevó? Y, sin embargo, esperamos que lo haga. Esas llamas expresan nuestro anhelo de visión, de conocimiento. Sin ellas no sabríamos dónde estamos, quién está a nuestro lado, no sabríamos hablar ni conoceríamos los nombres secretos de las cosas. En el calendario cristiano, su aparición marca la fiesta de Pentecostés. Es el quinto día después de la resurrección. La Virgen y los apóstoles están asustados y perdidos porque tras la muerte de Jesús no saben qué hacer, y de pronto ven surgir llamas sobre sus cabezas. Nacen de su dolor,pero van más allá de él, lo transfiguran milagrosamente. Eso hace la ostra, cubre de nácar el granito de arena que daña su cuerpo hasta transformarlo en una perla. Y las llamas que los apóstoles llevan sobre sus frentes son igual de preciosas. Están solos y perdidos, han experimentado el dolor más grande que quepa imaginar, y de pronto brota sobre sus frentes la luz del ya no saber pensar. Es el río del paraíso el que se la devuelve, y la poesía tiene que ver con él. Sus palabras nos entregan esa lengua perdida que nos permite hablar no sólo con los otros hombres, sino con las otras criaturas del mundo, incluso con aquellas que pueblan nuestros sueños.

Es lo que pasa en el mundo del arte. Suena una música que nadie sabe de dónde viene, vemos lugares que no existen, escuchamos palabras que tienen el poder de abrir las piedras. En los cuentos, los niños hablan con los animales, y el amor transforma a la persona que amamos en un mensajero, aunque haya olvidado qué tiene que decirnos e ignore la misión que tiene que cumplir.

Ser hombres es ser portadores de algo que no sabemos lo que es, llevar una pequeña llama. Y el amor es recibir a los mensajeros: la casa de la memoria. Les cobijamos en ella para que sus llamas nos alumbren. Eso es recordar, encontrar una luz. Esas llamas coronan las cosas, marcan el instante de la visión, de la fragilidad. Lo frágil es lo que se ofrece, lo que tiene su propia luz. Borges dice que el sentimiento estético tiene que ver con la expectación. Nos detenemos absortos ante un paisaje, miramos con embeleso las ramas de un árbol, un animal que cruza por el sendero, dos niños que corren, y sentimos que algo está a punto de suceder, aunque no sepamos qué. Algo que tiene que ver con nosotros, que nos concierne íntimamente.

Tarkovski tiene una película titulada Stalker. Transcurre en un extraño territorio, que llaman la Zona, donde se dice que tuvo lugar el descenso de una nave extraterrestre. Desde entonces es una tierra maldita que el Ejército protege y aísla. Nadie puede entrar, y el que lo hace se arriesga a ser abatido por los disparos de sus guardianes. Pero hay hombres que desafían esa prohibición, pues se dice que en ese territorio hay un extraño cuarto donde se cumplen los deseos. Y la película narra cómo un escritor y un científico, tras contratar a uno de esos guías, se internan en la Zona tratando de acercarse a ese cuarto misterioso. Superan muchas dificultades, pero cuando están muy cerca no se atreven a seguir adelante. Tienen miedo de sus propios deseos, pues ¿acaso sabemos cuáles son y qué pasaría si se cumplieran? El temor les hace retroceder, y el guía regresa desesperado a su casa. La exposición a la Zona le ha transformado en un stalker, un ser especial incapaz de integrarse en el mundo. Incluso su hija ha nacido con ese estigma. Es una niña extraña, que no habla y que ha nacido sin pies. En las últimas escenas vemos a Stalker llorar. Se lamenta de que los hombres hayan renunciado a esas grandes preguntas que han constituido durante siglos su más íntima razón de ser. Y, momentos después, vemos sola a la niña. Está en la cocina, y tiene la cabeza cubierta con un pañuelo. Es muy bella y recuerda, por su ensimismamiento, a una de esas figuras que aparecen en los iconos bizantinos sobre un fondo de oro. Parece cansada y apoya su cara sobre la mesa. A su lado hay tres botellas. La niña se queda mirándolas y una a una empiezan a deslizarse sobre la superficie de madera. Es ella quien las mueve con su pensamiento. Es la niña más frágil del mundo y, sin embargo, en ella hay un poder extraordinario. Las botellas se mueven sobre la mesa, porque una niña se lo pide, pero esto no la salva de la tristeza. Es una escena perturbadora, puesto que nos ofrece a la vez el milagro y su sinrazón. Podemos andar sobre las aguas, pero no tenemos adónde ir, eso es lo que dice el rostro de la extraña niña a quienes la miran. Y nada expresa como ese rostro el frágil misterio de la vida.

sábado, 11 de abril de 2009

Viernes Santo en la National Gallery. JOHN BERGER

CRÓNICA: OPINIÓN
Viernes Santo en la National Gallery

JOHN BERGER 11/04/2009


El Viernes Santo de 2008 yo estaba en Londres. Y a primera hora de la mañana, decidí ir a la National Gallery a contemplar el cuadro Crucifixión, de Antonello da Messina. Es la representación más solitaria de esa escena que conozco. La menos alegórica.

En las obras de Antonello hay un especial sentido siciliano de la presencia que no tiene medida, que rechaza toda moderación o autoprotección

"¿Ese bolso de la silla es suyo?". Miro a los lados. Un guardia de seguridad armado me mira con el ceño fruncido mientras señala la silla. "Sí, es mío"

En las obras de Antonello -y hay al menos 40 cuadros que indiscutiblemente son suyos- hay un especial sentido siciliano de la presencia que no tiene medida, que rechaza toda moderación o autoprotección. Se puede apreciar eso mismo en estas palabras pronunciadas por un pescador de la costa cercana a Palermo, y recogidas por Danilo Dolci hace algunas décadas.

"Hay veces en que miro las estrellas por la noche, especialmente cuando salimos a pescar anguilas, y empiezo a darle vueltas a la cabeza: '¿El mundo es real de verdad?'. Yo no me lo creo. Si estoy tranquilo, puedo creer en Jesús. Métete con Jesucristo y te mato. Pero hay veces en que no soy capaz de creer, ni siquiera en Dios. 'Si Dios existe realmente, ¿por qué no me da un respiro y un trabajo?" (cita de Sicilian lives. Danilo Dolci. Pantheon, 1981).

En una Pietà pintada por Antonello que ahora está en el Prado, el Cristo muerto es sostenido por un ángel desvalido que apoya su cabeza en la de Jesucristo. El ángel más conmovedor que existe en la pintura.

Sicilia, una isla que admite la pasión y rechaza las ilusiones.

* * *

Cogí el autobús hasta Trafalgar Square. No sé los cientos de veces que habré subido los escalones que conducen desde la plaza al museo y ofrecen, antes de entrar, una panorámica de las fuentes vistas desde arriba. La plaza, a diferencia de muchos famosos lugares de reunión urbanos (como la Bastilla de París) es, a pesar de su nombre, extrañamente indiferente a la historia. Ni los recuerdos ni las esperanzas dejan su huella en ella.

En 1942 subí los escalones para ir a unos recitales de piano que daba Myra Hess en el museo. La mayoría de los cuadros habían sido evacuados por miedo a los bombardeos aéreos. Hess tocaba a Bach. Los conciertos se celebraban a mediodía. Escuchábamos tan callados como los pocos cuadros que había en las paredes. Las notas y los acordes del piano nos parecían un ramo de flores atadas con una cuerda de muerte. Nos quedamos con el vívido ramo e hicimos caso omiso del cordel.

En ese mismo año, 1942, los londinenses escucharon en la radio por primera vez -creo que en verano- la Séptima Sinfonía de Shostakóvich, dedicada a la sitiada Leningrado. Había empezado a componerla en la ciudad durante el sitio de 1941. Para algunos de nosotros, la sinfonía era una profecía. Al oírla, nos decíamos a nosotros mismos que la resistencia de Leningrado, en ese momento seguida por la de Stalingrado, terminaría por conducir a la derrota de la Wehrmacht por el Ejército Rojo. Y esto fue lo que sucedió.

Es curioso que, en tiempos de guerra, la música sea una de las poquísimas cosas que parecen indestructibles.

* * *

Encuentro la Crucifixión de Antonello fácilmente, colgada a la altura de los ojos, a la izquierda según se entra en la sala. Lo que resulta tan impresionante de las cabezas y los cuerpos que pintó no es simplemente su solidez, sino la forma en que el espacio que los rodea ejerce presión sobre ellos, y la forma en que ellos intentan resistirse a esa presión. Es esta resistencia la que los hace tan innegable y físicamente presentes. Tras contemplarlo durante un buen rato, decido intentar dibujar solamente la figura de Cristo.

Un poco a la derecha del cuadro, cerca de la entrada, hay una silla. Cada sala de exposición tiene una, y son para los vigilantes oficiales del museo, que observan a los visitantes, les avisan si se acercan demasiado a un cuadro y responden preguntas.

* * *

"Por favor, ¿podría decirnos dónde están las obras de Velázquez?".

"Sí, sí. Escuela española. En la sala XXXII. Sigan recto, tuerzan a la derecha al final y luego sigan por el segundo pasillo a la izquierda".

"Estamos buscando el retrato de un ciervo".

"¿Un ciervo? ¿Se refieren a un ciervo macho?"

"Sí, sólo su cabeza".

"Tenemos dos retratos de Felipe IV y en uno de ellos su magnífico bigote se curva hacia arriba, como hacen los cuernos. Pero me temo que no hay ningún ciervo".

"¡Qué raro!".

"A lo mejor su ciervo está en Madrid. Aquí, lo que no deberían perderse es el cuadro de Cristo en la casa de Marta. Marta aparece preparando una salsa para un pescado, machacando ajo en un mortero".

"Hemos estado en el Prado, pero allí no había ningún ciervo. ¡Qué pena!".

"Y no se pierdan nuestra Venus del espejo. La parte de atrás de su rodilla izquierda es algo extraordinario".

* * *

Los vigilantes siempre tienen dos o tres salas que vigilar, así que deambulan de una a otra. La silla que está junto a la Crucifixión está vacía por el momento. Tras sacar mi cuaderno de dibujo, una pluma y un pañuelo, coloco con cuidado mi pequeña bandolera en la silla.

Empiezo a dibujar. Corrijo un error tras otro. Algunos son triviales, otros no. El problema fundamental es la escala de la cruz en la hoja. Si no es la correcta, el espacio circundante no ejercerá presión, y no habrá resistencia. Dibujo con tinta y humedezco mi dedo índice con saliva. Mal comienzo. Paso la página y empiezo otra vez.

No volveré a cometer el mismo error. Cometeré otros, claro está. Dibujo, corrijo, dibujo.

Antonello pintó cuatro crucifixiones en total. Sin embargo, la escena que más repitió fue la del ecce homo, en la que Cristo, liberado por Poncio Pilatos, es exhibido, ridiculizado, y oye a los sacerdotes supremos judíos exigir su crucifixión.

Pintó seis versiones. Todas ellas son primeros planos de la cabeza de Cristo, rotunda en su sufrimiento. Tanto el rostro como el retrato del rostro son fuertes e inquebrantables. La misma y sagaz tradición siciliana de captar la medida de las cosas, sin sentimentalismos ni cumplidos.

"¿Ese bolso de la silla es suyo?".

Miro de reojo a los lados. Un guardia de seguridad armado me mira con el ceño fruncido mientras señala la silla.

"Sí, es mío".

"¡La silla no es suya!".

"Lo sé. He puesto mi bolso ahí porque no había nadie sentado en ella. En seguida lo quito".

Cojo el bolso, doy un paso a la izquierda en dirección al cuadro, coloco el bolso en el suelo entre mis pies y vuelvo a observar mi dibujo.

"Ese bolso no puede quedarse en el suelo".

"Puede revisarlo: aquí está mi cartera y hay algunas cosas para dibujar, nada más".

Sostengo el bolso abierto. Se da la vuelta.

Pongo el bolso en el suelo y empiezo a dibujar otra vez. El cuerpo de la cruz es finísimo, a pesar de toda su solidez. Más fino de lo que uno habría podido imaginar antes de dibujarlo.

"Se lo advierto. Ese bolso no puede estar en el suelo".

"He venido a dibujar este cuadro porque es Viernes Santo".

"Está prohibido".

Sigo dibujando.

"Si continúa", dice el guardia de seguridad, "llamaré al supervisor".

Levanto el dibujo para que pueda verlo.

Es un hombre bajo y fornido de cuarenta y tantos años. Con ojos pequeños. O con ojos que achica mientras echa la cabeza hacia delante.

"Diez minutos", le digo, "y habré terminado".

"Voy a llamar al supervisor ahora mismo", dice.

"Escuche", le contesto, "si tenemos que llamar a alguien, vamos a llamar a alguien del personal del museo y, con un poco de suerte, podrán explicarle que no hay problema".

"El personal del museo no tiene nada que ver con nosotros", masculla entre dientes. "Somos independientes y nos encargamos de la seguridad".

"¿La seguridad? ¡Y una mierda!". Pero no lo digo.

Empieza a caminar lentamente de un lado a otro como un centinela. Yo dibujo. Ahora estoy dibujando los pies.

"Cuento hasta seis", me dice, "y luego llamo".

Se acerca el teléfono móvil a la boca.

"¡Uno!".

Me mojo el dedo con saliva para conseguir el gris.

"¡Dos!".

Difumino la tinta sobre el papel con mi dedo para marcar el hueco oscuro de una mano.

"¡Tres!".

La otra mano.

"¡Cuatro!". Se acerca a mí dando zancadas.

"¡Cinco! Cuélguese el bolso del hombro".

Le explico que, dado el tamaño del bloc de dibujo, si hago eso no puedo dibujar.

"¡El bolso colgado del hombro!".

Lo recoge y me lo pone delante de la cara.

Cierro la pluma, cojo el bolso y digo "joder" en voz alta.

"¡Joder!".

Abre los ojos y mueve la cabeza, sonriendo.

"Lenguaje obsceno en un lugar público", anuncia. "Nada menos".

El supervisor se acerca. Relajado, rodea lentamente la sala.

Suelto el bolso en el suelo, saco la pluma y vuelvo a mirar el dibujo. El suelo tiene que estar ahí para limitar el cielo. Con unos cuantos toques, señalo la tierra.

En una Anunciación pintada por Antonello, la Virgen está de pie delante de un estante en el que hay una Biblia abierta. No hay ningún ángel. Un busto de María. Los dedos de las manos, apoyados sobre el corazón, están abiertos y extendidos como las páginas del profético libro. La profecía pasa por entre sus dedos.

Cuando llega el supervisor, se queda de pie con los brazos en jarras, más o menos detrás de mí, para anunciar: "Va a salir del museo escoltado. Ha insultado a uno de mis hombres, que estaba haciendo su trabajo, y ha gritado palabras obscenas en una institución pública. Ahora irá andando delante de nosotros hasta la salida más cercana. Doy por hecho que conoce el camino".

Me escoltan escaleras abajo hasta la plaza. Me dejan allí, y suben corriendo las escaleras con energía y con su misión cumplida. -

Viernes Santo en la National Gallery. JOHN BERGER

CRÓNICA: OPINIÓN
Viernes Santo en la National Gallery

JOHN BERGER 11/04/2009

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El escritor y pintor John Berger cuenta la accidentada peripecia que vivió el año pasado en el museo londinense. Allí acudió para pintar un Dibujo de la 'Crucifixión' inspirado en el cuadro de Antonello da Messina. Estaba prohibido, pero logró hacerlo

El Viernes Santo de 2008 yo estaba en Londres. Y a primera hora de la mañana, decidí ir a la National Gallery a contemplar el cuadro Crucifixión, de Antonello da Messina. Es la representación más solitaria de esa escena que conozco. La menos alegórica.

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En las obras de Antonello hay un especial sentido siciliano de la presencia que no tiene medida, que rechaza toda moderación o autoprotección

"¿Ese bolso de la silla es suyo?". Miro a los lados. Un guardia de seguridad armado me mira con el ceño fruncido mientras señala la silla. "Sí, es mío"

En las obras de Antonello -y hay al menos 40 cuadros que indiscutiblemente son suyos- hay un especial sentido siciliano de la presencia que no tiene medida, que rechaza toda moderación o autoprotección. Se puede apreciar eso mismo en estas palabras pronunciadas por un pescador de la costa cercana a Palermo, y recogidas por Danilo Dolci hace algunas décadas.

"Hay veces en que miro las estrellas por la noche, especialmente cuando salimos a pescar anguilas, y empiezo a darle vueltas a la cabeza: '¿El mundo es real de verdad?'. Yo no me lo creo. Si estoy tranquilo, puedo creer en Jesús. Métete con Jesucristo y te mato. Pero hay veces en que no soy capaz de creer, ni siquiera en Dios. 'Si Dios existe realmente, ¿por qué no me da un respiro y un trabajo?" (cita de Sicilian lives. Danilo Dolci. Pantheon, 1981).

En una Pietà pintada por Antonello que ahora está en el Prado, el Cristo muerto es sostenido por un ángel desvalido que apoya su cabeza en la de Jesucristo. El ángel más conmovedor que existe en la pintura.

Sicilia, una isla que admite la pasión y rechaza las ilusiones.

* * *

Cogí el autobús hasta Trafalgar Square. No sé los cientos de veces que habré subido los escalones que conducen desde la plaza al museo y ofrecen, antes de entrar, una panorámica de las fuentes vistas desde arriba. La plaza, a diferencia de muchos famosos lugares de reunión urbanos (como la Bastilla de París) es, a pesar de su nombre, extrañamente indiferente a la historia. Ni los recuerdos ni las esperanzas dejan su huella en ella.

En 1942 subí los escalones para ir a unos recitales de piano que daba Myra Hess en el museo. La mayoría de los cuadros habían sido evacuados por miedo a los bombardeos aéreos. Hess tocaba a Bach. Los conciertos se celebraban a mediodía. Escuchábamos tan callados como los pocos cuadros que había en las paredes. Las notas y los acordes del piano nos parecían un ramo de flores atadas con una cuerda de muerte. Nos quedamos con el vívido ramo e hicimos caso omiso del cordel.

En ese mismo año, 1942, los londinenses escucharon en la radio por primera vez -creo que en verano- la Séptima Sinfonía de Shostakóvich, dedicada a la sitiada Leningrado. Había empezado a componerla en la ciudad durante el sitio de 1941. Para algunos de nosotros, la sinfonía era una profecía. Al oírla, nos decíamos a nosotros mismos que la resistencia de Leningrado, en ese momento seguida por la de Stalingrado, terminaría por conducir a la derrota de la Wehrmacht por el Ejército Rojo. Y esto fue lo que sucedió.

Es curioso que, en tiempos de guerra, la música sea una de las poquísimas cosas que parecen indestructibles.

* * *

Encuentro la Crucifixión de Antonello fácilmente, colgada a la altura de los ojos, a la izquierda según se entra en la sala. Lo que resulta tan impresionante de las cabezas y los cuerpos que pintó no es simplemente su solidez, sino la forma en que el espacio que los rodea ejerce presión sobre ellos, y la forma en que ellos intentan resistirse a esa presión. Es esta resistencia la que los hace tan innegable y físicamente presentes. Tras contemplarlo durante un buen rato, decido intentar dibujar solamente la figura de Cristo.

Un poco a la derecha del cuadro, cerca de la entrada, hay una silla. Cada sala de exposición tiene una, y son para los vigilantes oficiales del museo, que observan a los visitantes, les avisan si se acercan demasiado a un cuadro y responden preguntas.

* * *

"Por favor, ¿podría decirnos dónde están las obras de Velázquez?".

"Sí, sí. Escuela española. En la sala XXXII. Sigan recto, tuerzan a la derecha al final y luego sigan por el segundo pasillo a la izquierda".

"Estamos buscando el retrato de un ciervo".

"¿Un ciervo? ¿Se refieren a un ciervo macho?"

"Sí, sólo su cabeza".

"Tenemos dos retratos de Felipe IV y en uno de ellos su magnífico bigote se curva hacia arriba, como hacen los cuernos. Pero me temo que no hay ningún ciervo".

"¡Qué raro!".

"A lo mejor su ciervo está en Madrid. Aquí, lo que no deberían perderse es el cuadro de Cristo en la casa de Marta. Marta aparece preparando una salsa para un pescado, machacando ajo en un mortero".

"Hemos estado en el Prado, pero allí no había ningún ciervo. ¡Qué pena!".

"Y no se pierdan nuestra Venus del espejo. La parte de atrás de su rodilla izquierda es algo extraordinario".

* * *

Los vigilantes siempre tienen dos o tres salas que vigilar, así que deambulan de una a otra. La silla que está junto a la Crucifixión está vacía por el momento. Tras sacar mi cuaderno de dibujo, una pluma y un pañuelo, coloco con cuidado mi pequeña bandolera en la silla.

Empiezo a dibujar. Corrijo un error tras otro. Algunos son triviales, otros no. El problema fundamental es la escala de la cruz en la hoja. Si no es la correcta, el espacio circundante no ejercerá presión, y no habrá resistencia. Dibujo con tinta y humedezco mi dedo índice con saliva. Mal comienzo. Paso la página y empiezo otra vez.

No volveré a cometer el mismo error. Cometeré otros, claro está. Dibujo, corrijo, dibujo.

Antonello pintó cuatro crucifixiones en total. Sin embargo, la escena que más repitió fue la del ecce homo, en la que Cristo, liberado por Poncio Pilatos, es exhibido, ridiculizado, y oye a los sacerdotes supremos judíos exigir su crucifixión.

Pintó seis versiones. Todas ellas son primeros planos de la cabeza de Cristo, rotunda en su sufrimiento. Tanto el rostro como el retrato del rostro son fuertes e inquebrantables. La misma y sagaz tradición siciliana de captar la medida de las cosas, sin sentimentalismos ni cumplidos.

"¿Ese bolso de la silla es suyo?".

Miro de reojo a los lados. Un guardia de seguridad armado me mira con el ceño fruncido mientras señala la silla.

"Sí, es mío".

"¡La silla no es suya!".

"Lo sé. He puesto mi bolso ahí porque no había nadie sentado en ella. En seguida lo quito".

Cojo el bolso, doy un paso a la izquierda en dirección al cuadro, coloco el bolso en el suelo entre mis pies y vuelvo a observar mi dibujo.

"Ese bolso no puede quedarse en el suelo".

"Puede revisarlo: aquí está mi cartera y hay algunas cosas para dibujar, nada más".

Sostengo el bolso abierto. Se da la vuelta.

Pongo el bolso en el suelo y empiezo a dibujar otra vez. El cuerpo de la cruz es finísimo, a pesar de toda su solidez. Más fino de lo que uno habría podido imaginar antes de dibujarlo.

"Se lo advierto. Ese bolso no puede estar en el suelo".

"He venido a dibujar este cuadro porque es Viernes Santo".

"Está prohibido".

Sigo dibujando.

"Si continúa", dice el guardia de seguridad, "llamaré al supervisor".

Levanto el dibujo para que pueda verlo.

Es un hombre bajo y fornido de cuarenta y tantos años. Con ojos pequeños. O con ojos que achica mientras echa la cabeza hacia delante.

"Diez minutos", le digo, "y habré terminado".

"Voy a llamar al supervisor ahora mismo", dice.

"Escuche", le contesto, "si tenemos que llamar a alguien, vamos a llamar a alguien del personal del museo y, con un poco de suerte, podrán explicarle que no hay problema".

"El personal del museo no tiene nada que ver con nosotros", masculla entre dientes. "Somos independientes y nos encargamos de la seguridad".

"¿La seguridad? ¡Y una mierda!". Pero no lo digo.

Empieza a caminar lentamente de un lado a otro como un centinela. Yo dibujo. Ahora estoy dibujando los pies.

"Cuento hasta seis", me dice, "y luego llamo".

Se acerca el teléfono móvil a la boca.

"¡Uno!".

Me mojo el dedo con saliva para conseguir el gris.

"¡Dos!".

Difumino la tinta sobre el papel con mi dedo para marcar el hueco oscuro de una mano.

"¡Tres!".

La otra mano.

"¡Cuatro!". Se acerca a mí dando zancadas.

"¡Cinco! Cuélguese el bolso del hombro".

Le explico que, dado el tamaño del bloc de dibujo, si hago eso no puedo dibujar.

"¡El bolso colgado del hombro!".

Lo recoge y me lo pone delante de la cara.

Cierro la pluma, cojo el bolso y digo "joder" en voz alta.

"¡Joder!".

Abre los ojos y mueve la cabeza, sonriendo.

"Lenguaje obsceno en un lugar público", anuncia. "Nada menos".

El supervisor se acerca. Relajado, rodea lentamente la sala.

Suelto el bolso en el suelo, saco la pluma y vuelvo a mirar el dibujo. El suelo tiene que estar ahí para limitar el cielo. Con unos cuantos toques, señalo la tierra.

En una Anunciación pintada por Antonello, la Virgen está de pie delante de un estante en el que hay una Biblia abierta. No hay ningún ángel. Un busto de María. Los dedos de las manos, apoyados sobre el corazón, están abiertos y extendidos como las páginas del profético libro. La profecía pasa por entre sus dedos.

Cuando llega el supervisor, se queda de pie con los brazos en jarras, más o menos detrás de mí, para anunciar: "Va a salir del museo escoltado. Ha insultado a uno de mis hombres, que estaba haciendo su trabajo, y ha gritado palabras obscenas en una institución pública. Ahora irá andando delante de nosotros hasta la salida más cercana. Doy por hecho que conoce el camino".

Me escoltan escaleras abajo hasta la plaza. Me dejan allí, y suben corriendo las escaleras con energía y con su misión cumplida. -

viernes, 10 de abril de 2009

MADRID SEGÚN NYT

La ruta que propone el 'NYT'

- Cultura. Del clásico al que no sale en las guías. El Museo del Prado siempre aparece entre las recomendaciones culturales de Madrid. Merece la pena aprovechar estos días para visitar su exposición estrella de la temporada, la retrospectiva de Francis Bacon, que cierra el 19. Ojo porque hoy, Viernes Santo, el museo cierra. Horario: De 9.00 a 20.00. Recomendar Matadero Madrid y, por tanto, salir del triángulo del arte, no es tan habitual, y menos cuando la guía en cuestión está pensada para un solo fin de semana. Las Naves del Español, el teatro del Matadero, también está despidiendo (hasta este domingo) una de sus obras más exitosas: el Hamlet dirigido por Tomaz Pandur. Funciones a las 20.00 (domingo a las 18.00).

- Gastronomía. Para bolsillos modestos, el NYT sugiere la taberna El Mollete (calle de la Bola, 4; 915 477 820) y sus huevos rotos de toda la vida. Los paladares más audaces hallarán en La Gastroteca de Santiago (plaza de Santiago, 1; 915 480 707) platos elaborados que fusionan lo clásico y lo moderno "por menos de 100 euros" dos personas.

- Noche. El Café Central (plaza del Ángel, 10; 913 694 143) "atrae a los auténticos amantes del blues y el jazz", dice el artículo, que también sugiere probar algún cóctel en el establecimiento de Fernando del Diego (calle de la Reina, 12; 915 233 106). Para saber de qué va eso del flamenco, mejor pasarse por el Cardamomo (Echegaray, 15; 913 690 757), cuya clientela es "más joven y cool que en otros clubes de la ciudad".

- Paseos. El Real Jardín Botánico, dice el NYT, es mejor opción que el Retiro para dar un paseo sin aglomeraciones. Los sábados y los domingos del mes de abril, a las 12.oo, el jardín ofrece visitas para el público en general (www.rjb.csic.es). De 10.00 a 20.00. Entrada: dos euros. Hay que visitar la plaza Mayor, desde luego, pero mejor no entretenerse en sus tiendas, reducto del turisteo más zafio. En lugar de eso, hay que caminar hacia la plaza de la Paja y, una vez allí, buscar el recoleto jardín del Príncipe de Anglona. Si apetece un tentempié, el café Delic (Costanilla de San Andrés, 14; 913 645 450) y su té de hierbas son una buena opción. La ruta podría acabar en el Museo de los Orígenes (plaza de San Andrés, 2; 913 667 415). Abre de 10.00 a 13.45 durante todas las fiestas y visitar sus mosaicos romanos es gratis.

- Compras. La calle Almirante, en Chueca, ya no es lo que era. Ahora rebosa de boutiques con encanto. A las redactoras del NYT las conquistó Almirante 23 (Almirante, 23), tienda de coleccionismo con 40 años de historia, y Castañer (en el 24; 915 237 214). También se fijaron en la ropa de Laura Caicoya (Conde de Xiquena, 12; 913 198 099).

domingo, 22 de marzo de 2009

ESTADO RACIAL, ESTADO FASCISTA



Soldados israelíes lucen camisetas que incitan a matar palestinos

J. MIGUEL MUÑOZ - Jerusalén - 22/03/2009


Se fabrican por encargo para unidades del Ejército israelí. Camisetas que no se ven por las calles, pero que los jóvenes soldados visten en los cuarteles. "Un tiro, dos muertos" es el lema bajo el dibujo de una musulmana embarazada. "Mejor use Durex", se lee sobre una mira telescópica por la que se ve una niña muerta con un peluche. En otra se imprime: "Confirmar la muerte". Es decir, se dispara a la cabeza de un herido a quemarropa.



Los portavoces castrenses reiteran que sus uniformados obedecen impecables reglas de conducta moral. Pero los excesos abundan y los castigos brillan por su ausencia. Un soldado que vació un cargador sobre una niña herida en 2004 en Rafah se presentó voluntario para la reciente campaña de Gaza. "Mi mayor preocupación es la pérdida de humanidad en las guerras prolongadas", decía, años atrás, el hoy jefe del Estado Mayor del Ejército, Gaby Ashkenazi.

sábado, 21 de marzo de 2009

sábado, 14 de marzo de 2009

CARNE DE BACON

ANTONIO MUÑOZ MOLINA
EL PAIS,BABELIA, 14 de Marzo de 2009


El estilo es un don y también es una trampa, un amaneramiento. Francis Bacon pintaba a veces cuadros estremecedores y otras veces echaba mano a los automatismos del estilo para pintar un bacon, con la previsible dosis de exasperación visual y de formas retorcidas en las que el color de la carne humana es el de la materia orgánica a la venta en una carnicería o rezumando sangre sobre el mármol o el aluminio de un depósito de cadáveres. "En último extremo, todos somos carne", decía, usando la palabra meat, que en inglés se aplica a la carne sacrificada y comestible de animal, por oposición a flesh, que es la otra carne, la del cuerpo humano y el deseo. Incluso en la vejez la piel de Bacon tenía una cualidad blanda y rosada de carne cruda que está en muchas de las figuras de sus cuadros y que se adivina en sus autorretratos, sobre todo en uno que yo vi el otro día en el Museo del Prado, un tríptico que viene del Metropolitan de Nueva York. El fondo negro es el de los autorretratos más confesionales de Rembrandt y Goya. Las tres caras semejantes son tres fogonazos sucesivos, con una mirada que pasa de la aceptación al remordimiento de la desgana de confrontar los ojos con los del espejo a la angustia que hace que falte el aire y que se respire con la boca entreabierta. Me compré una postal de ese tríptico y ahora lo tengo delante de mí mientras escribo. En la cara hay como hinchazones y manchas violáceas de golpes recibidos pasivamente. Bacon pintó este autorretrato en 1979, a los setenta años, cuando aún mantenía un aire juvenil que se fue volviendo un poco siniestro y decrépito según pasaba el tiempo, según su pintura tendía cada vez menos al desarmado desgarro de quien se enfrenta al lienzo como a un pozo del alma y más a la reiteración de lo ya muy frecuentado, lo inmediatamente reconocible por los admiradores, lo que acaban de trivializar las reproducciones. Le pregunto por la exposición del Prado a un amigo que ya ha ido a verla y me cuenta que ha comprobado que Bacon ya no le gusta tanto como antes. De más joven Bacon era uno de sus pintores; ahora le gusta mucho más Mark Rothko, que cuando era joven le cansaba. Quizás a mí me pasará lo mismo. Cuando uno es joven lo obvio le apasiona, le permite la seguridad de una conmoción indiscutible. Me acuerdo que vi cuadros de Bacon por primera vez en 1992, en la primera exposición que organizó la galería Marlborough al instalarse en Madrid. Un poco después abrió el Museo Thyssen y allí estaba, en las salas del siglo XX, un Estudio de George Dyer ante un espejo que lo dejaba a uno sin aliento aunque lo hubiera visto en reproducciones: nada preparaba para el impacto de la escala, del rigor clásico de la composición, del brío furioso del trazo y las delicadezas del color. Uno comprendía que la única manera de mirar un cuadro sin engañarse es tenerlo de verdad delante de los ojos; y que si, como dicen, poesía es aquello que se pierde al ser traducido, pintura es lo que desaparece en una reproducción.


Incluso en la vejez la piel de Bacon tenía una cualidad blanda y rosada de carne cruda que se adivina en sus autorretratos

Voy al Prado con la intriga de descubrir cuál va a ser mi reacción, paseando en la mañana de domingo por un Madrid en el que la gente se ha echado en masa a la calle por la llegada súbita de la primavera. Ingresar en las tinieblas de Bacon pudiendo haberse quedado disfrutando del Botánico o de las arboledas del paseo del Prado requiere un esfuerzo de la voluntad. Los cedros, los almeces, los castaños en los que ya apuntas los copos tiernos de las hojas, los almendros florecidos, son obras maestras del reino vegetal no menos admirables que las de la pintura. Ingresar a media mañana en las galerías tenebrosas de Bacon es como internarse en un túnel. Algunas personas escuchan las audioguías como si estuvieran recibiendo por teléfono desde muy lejos instrucciones secretas sobre el significado de los cuadros. Viniendo del resplandor de la calle las pupilas tardan un poco en adaptarse a una luz más escasa. Acabo de entrar y estoy casi seguro de que Bacon no va a gustarme. No me gusta nada lo primero que veo, la primera pintura que le dio fama, las Tres figuras para el pie de una Crucifixión. Lo que más me repele es precisamente lo que hace años me hubiera parecido más admirable: la inquietante monstruosidad de esas criaturas que no se sabe lo que son, gritos de bocas carnívoras en caras sin ojos y cuellos que parecen brazos y acaban en puños como cabezas de reptiles. El horror es tan demasiado visible como en una laboriosa descripción de H. P. Lovecraft.

Entonces veo algo que me toma por sorpresa: un cuerpo masculino de espaldas, desnudo, musculoso, sumariamente dibujado, adentrándose en algo que pueden ser unos cortinajes o la cortina de una ducha o el umbral tenebroso de algo; después unas figuras de hombres con trajes oscuros, solitarios, acodados como en escritorios de cavernosas oficinas o en barras de bares oscuros, con telones como de terciopelos venecianos, esperando algo, mirando, con caras de autoridad en las que hay un matiz de farsa, caras fácilmente confundidas con máscaras, con una plasticidad de goma pegajosa, enmarcados por líneas que forman volúmenes de cubos que pueden ser jaulas y también referencias al ilusionismo antiguo de la perspectiva. He de observar cada cuadro igual de cuidadosamente que mi reacción ante él, no dejarme llevar por el desagrado, no distraerme, no engañarme. Como preveía, las variaciones sobre el papa Inocencio X de Velázquez ya me hacen muy poca impresión: puestos a dar miedo, más que las bocas deformes de los papas de Bacon me da la cara de inquisición y astucia que retrató Velázquez.

Pero cuando ya me ganaba la decepción vuelvo a emocionarme: ahora la figura enjaulada y aullando con una crudeza en las facciones que viene de las pinturas negras de Goya es un chimpancé pintado en 1955, con azules y negros, con una anatomía torturada y humana que apenas se distingue de las sombras del fondo. Un chimpancé, un perro, un babuino: en los animales cautivos de Bacon hay más tragedia verdadera y tal vez más misericordia que en sus despojos de reses colgadas de ganchos de matadero, que en sus cuerpos humanos sometidos a la amputación y al retorcimiento, a una tortura que tiene algo tan administrativo como los catálogos de aberraciones de Sade. Me seducen inesperados violetas y verdes, rosas tiernos, azules lisos, negros de una profundidad de veladuras tenebristas. Una silueta negra que puede ser el fantasma de George Dyer al pie de una escalera contiene una tremenda sugestión de desgracia. Una figura sentada en un retrete es un icono de los tiempos modernos y una afirmación espléndida del arte de pintar. No hay que fiarse de Bacon: justo cuando uno está a punto de darlo por sabido salta con un zarpazo y uno descubre que sigue siendo vulnerable. La cara triple de su autorretrato me sigue mirando desde un lado de la mesa.

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