En el discurso había, prosa del alba, las consabidas alusiones socialdemócratas y regeneracionistas. El paso del presente al pretérito no designaba solamente una circunstancia personal: la retórica utilizada sugería que ese nobilísimo programa iba a ser imposible con cualquier otro candidato. Y entre las alusiones había una muy particular dedicada a la regeneración de la política: «Quería encabezar un proyecto que recuperara la dignidad y el prestigio de la política». Sólo le salvó el pretérito imperfecto. Porque su intervención fue un ejemplo antológico de la vieja política, de los usos y costumbres que han convertido a los políticos en una casta. Fíjate bien, mi querido amigo.
La ministra empezó anunciando que desde que el presidente Zapatero anunció su decisión de no presentarse a las elecciones, «numerosos afiliados de toda España, de todos los rincones de España, me han animado a optar a esa candidatura para abrir una nueva etapa y un nuevo proyecto en el Partido Socialista».
Hasta ahora la abrumadora mayoría de los españoles no sabía nada de esta pasión desatada, aunque la ministra, después de explicar que aceptó estas peticiones, añadió que el silencio de sus propósitos sólo tuvo por objeto el respeto de las reglas pactadas por la propia dirección socialista. Pero, en cualquier caso, lo sustancial es esto: España desconocía que la ministra Chacón fuera a competir por la candidatura electoral del partido socialista. Lo desconocía hasta el mediodía del jueves cuando, repentinamente, la ministra decidió convocar a los periódicos para decirles que no iba a competir por la candidatura electoral del partido socialista. Es decir, la ministra convocó a los periodistas para darles una no-noticia. Aparentemente, claro está. Porque la noticia que quiso darles iba por debajo. Luego la veremos.
Lo que ahora me interesa es observar la justificación que dio la ministra de su raro proceder convocante. Está escrito y fue leído, con temblor: «En los últimos días hemos asistido a una escalada que pone en riesgo la unidad del Partido, la autoridad del Presidente del Gobierno y Secretario General, nuestra imagen colectiva como partido e, incluso, la estabilidad del Gobierno. Y, justamente, eso era lo único que podía hacerme reconsiderar una decisión que tenía bien tomada: que estuvieran en riesgo los intereses del Partido Socialista, nuestra imagen colectiva como proyecto, la autoridad del Presidente del Gobierno y Secretario General y, por supuesto, la estabilidad del Gobierno de nuestro país».
La relación entre la decisión de la ministra y esa «escalada» es muy confusa. Y ahí resplandece oscuramente la vieja política que la ministra quería presuntamente combatir. Para lo que vino al mundo y a las primarias. Su explicación, llena de sobreentendidos y alusiones opacas, sin nombres y apellidos y sin que pudieran advertirse las correlaciones, los responsables, los efectos y las causas de los hechos, era pura vieja política, aparatchik y gangosa. Pero hay algo más.
Aceptarás como yo, con ingenua voluntad interpretativa, que la ministra se retiraba de la competición por eso que podríamos llamar «patriotismo de partido». La ministra se presentó (¡desde los 16 años!) como una de esas personas, fidelísimas, irreprochables, que pone los intereses del colectivo por encima de los intereses personales. El tipo de jugador que tanto gusta a los entrenadores de fútbol y a los redactores jefes de los periódicos. Pan bendito, tierno y moldeable.
Sin embargo, la pregunta se desprende con una facilidad incluso insultante. ¿Cómo no calló, siendo tan patriota? La verdadera noticia que la ministra quiso dar el jueves a los periódicos es que el juego sucio había acabado con sus intenciones. Esa denuncia era perfecta en fondo y forma, porque había sido pronunciada según los parámetros infinitivos del juego sucio más convencional: insinuar sin afirmar, señalar sin acusar, preguntar sin responder. Observadas desde el patriotismo de partido, la autoridad, la unidad y la estabilidad del partido socialista están hoy más cuestionados que antes de su intervención. La ministra, según sus palabras, sus gestos, sus silencios y hasta sus pucheros, no había sido víctima de una derrota política, sino de una conspiración. Y lo peor: de una conspiración que la máxima autoridad habría sido incapaz de cortar por lo sano. Cualquier patriota de partido comprende lo útil que es siempre para el partido el no hacer públicas este tipo de afirmaciones.
A costa, pues, de la estabilidad socialista y a costa también de la regeneración de la política, la ministra organizó una suerte de presentación, de powerpoint estrictamente personal, para informar a todos los ciudadanos que el PSOE es un cuerpo tumefacto y que ella estará dispuesta así que se advierta el primer brote verde. Tomando posiciones para una lejana primavera. Sin embargo algo falló, y con estrépito. Fue la propia ministra. Desde el punto de vista de la exhibición del liderazgo no creo que haya demasiados ejemplos comparables. Nerviosa, vacilante, al borde del sollozo, parecía a punto de decirles a los ciudadanos, snif, es que no me dejan jugar con ellos, mamá. La puerilidad de la vida pública española supera la ya anonadante puerilidad contemporánea. También es cierto que el liderazgo soft, jugolándico del presidente Zapatero ha sido dos veces aclamado por la sociedad española. Incluso es cierto que la semana que viene cumplo 54 años y quizá sea ésta una especial mala edad para contemplar el mundo: frecuentemente la rabia viene a sustituir la fuerza que declina. Pero descontado todo ello sigue viva la impresión dominante. La ministra Chacón pidió la palabra para proponer su liderazgo futuro y para herir, aunque fuera tangencialmente, a su competidor Rubalcaba, con el que tantos malos sentimientos le unen. El resultado fue durísimo y perverso: después de la aparición de la niña de Felipe, la arruinada España socialista empezó a suspirar por un hombre.
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