Un ladrillo y un sapo, ¿qué tienen que ver con nosotros, los hombres? Hemos construido sobre el mundo natural un mundo de representaciones que nos permite intercambiar deseos, promesas y proyectos con los demás. Así define Savater la ética: "El reconocimiento de lo humano por lo humano y el deber íntimo que nos impone". Sin embargo, ni el personaje de Tati ni la niña del recuerdo de Martín Gaite dejan de ser humanos al ocuparse de un ladrillo o un sapo. La poesía, deudora del mundo del mito, habla de la relación con nuestros semejantes pero también con lo que es distinto a nosotros. Tiene que ver con ese saber tratar adecuadamente con lo otro al que los griegos llamaron piedad. "Cuando hablamos de piedad", escribe María Zambrano, "siempre nos referimos al trato con algo o alguien que no está en nuestro mismo plano vital; un dios, un animal, una planta, un ser humano enfermo o monstruoso, algo invisible o innominado, algo que es y no es. Es decir, una realidad perteneciente a otra región o plano del ser en que estamos los seres humanos, o una realidad que linda o está más allá de los linderos del ser". James Joyce llamó epifanías a estos instantes de comunicación profunda con lo real. Y tanto la escena del ladrillo como la del pequeño sapo nos aportan instantes así.
Claudio Eliano nació en el siglo II de nuestra era. Es famoso por su obra Sobre la naturaleza de los animales, una curiosa colección, en 17 libros, de breves y sorprendentes historias seleccionadas para proporcionar lecciones morales. Las más hermosas son las que narran los amores entre las muchachas y los animales. Eliano nos habla de una grajilla que en Soles de Sicilia cayó extenuada a los pies de una joven, tras volar sin descanso a su alrededor; de la citarista Glaucis, que fue amada, según las versiones, por un cordero, un perroo un ganso; o la de aquel elefante que en Alejandría llegó a competir con Aristófanes de Bigas por los favores de una mujer que era tejedora de guirnaldas. En un cuento de Isaac Bashevis Singer, un ciervo anuncia al llegar a una casa que su dueña concebirá un niño en esos días, y en otro un pequeño cerdo regresa después de muerto para consolar a su amiga. Y Cervantes nos conmueve cuando narra en El Quijote cómo el rucio de Sancho se acerca a Rocinante y apoya su hocico sobre su lomo para buscar su calor.
Uno de los deseos que de una forma más constante e íntima han acompañado al hombre desde el origen de los tiempos es el deseo de comunicarse con los miembros de las otras especies. A él se debe que bestias y animales hablen en los cuentos de hadas y que sus protagonistas humanos comprendan mágicamente su lenguaje. Tolkien afirma que desde muy antiguo se tiene una viva conciencia de la ruptura de esa comunicación; pero también la convicción de que fue traumática. Los animales son como reinos con los que el hombre ha roto sus relaciones y que con los que, en el mejor de los casos, mantiene un difícil e inestable armisticio.
El mundo es un inmenso matadero. Miles de animales se amontonan en granjas y piscifactorías, en condiciones infames, solo esperando su muerte. Singer reprochaba a su dios que hubiera creado un mundo en que las criaturas necesitaran matarse unas a otras para vivir y Canetti, dolorido por esta misma evidencia, dijo que deberíamos comer llorando. En una obra de Tennesse Williams alguien reprocha a la protagonista, una de esas mujeres frágiles y maravillosamente disparatadas que pueblan el mundo del escritor sureño, que su corazón no sea recto. "Recta puede ser una línea o una calle -le contesta ella-. Pero el corazón del hombre nunca es recto".
En los cuentos hay ogros, y si están ahí no es solo para asustar a los niños, sino para hablar de lo que también inevitablemente somos, aunque no nos guste: de esa naturaleza devoradora que nos define. Los cuentos son el verdadero realismo, dijo Chesterton. En ellos no solo hay criaturas aladas y dulces, incapaces de hacer daño a nadie, sino también ogros y sacamantecas. La vida del hombre es esa deriva interminable, esa proliferación de identidades. Saber aceptar las contradicciones.
Y la caza y el toreo son pura contradicción, pues tanto el buen cazador como el buen torero no se acercan a los animales para hacerles daño, aunque finalmente se lo hagan, sino para entrar en contacto a través de ellos con las fuerzas libres del mundo. Pocos han escrito páginas más hermosas sobre los animales que Isak Dinesen y, en nuestro país, que Miguel Delibes; y sin embargo, ambos eran unos contumaces cazadores. Los toros mueren en las plazas, pero sería injusto olvidar que pocos los aman y respetan tanto como los toreros.
En un mundo en que los animales apenas cuentan para otra cosa que para animar nuestras excursiones dominicales o nuestras citas gastronómicas, las plazas de toros son de los pocos lugares donde no se les cosifica y se les respeta y ama por su belleza y su fuerza. Pero esto no quiere decir que debamos justificar cómo se les trata en ellas. Tras la belleza del toreo está el horror, y sería absurdo negar que tras una limpia verónica no hay un animal asustado que sufre y quiere escapar como sea del lugar infernal al que se le ha conducido. ¿Y qué arte puede ser ese que en vez de salvar destruye lo que ama?
Fernando Savater, en su artículo La barbarie compasiva, critica con razón a los que no distinguen entre los animales y los hombres. "Sin duda -escribe-, biológicamente somos animales, no vegetales. Pero desde luego ni simple ni gozosamente. Por culpa de ello existen las novelas... y la ética". Y es verdad, pero el problema reside justo en eso, en que somos noveleros. Es decir, que no podemos evitar ponernos en lugar de los otros y hacernos la ilusión de mirar por sus ojos. Mirar por los ojos de un niño, de un anciano, de una muchacha; pero también por los ojos de un toro, de un perro, de una hormiga. William Faulkner, en páginas inolvidables, nos narra la huida de un muchacho subnormal con una vaca; y el cuento más hermoso de Clarín, Adiós, Cordera, tiene por protagonista a una vaca a la que dos niños acuden a la estación a despedir porque sus padres, que son pobres, la envían al matadero.
La vaca del cuento de Clarín no protesta cuando la arrancan de sus prados, como tampoco lo hacen los toros bravos que llevan a las plazas. ¿Cómo podrían hacerlo si no pueden hablar? Pero que no puedan hablar no quiere decir que no seamos responsables de lo que les pasa. El silencio de los animales guarda historias que misteriosamente nos están destinadas. No escucharlas es un acto de impiedad hacia esa vida que compartimos con las otras criaturas del mundo.
Gustavo Martín Garzo es escritor.