domingo, 22 de marzo de 2009

ESTADO RACIAL, ESTADO FASCISTA



Soldados israelíes lucen camisetas que incitan a matar palestinos

J. MIGUEL MUÑOZ - Jerusalén - 22/03/2009


Se fabrican por encargo para unidades del Ejército israelí. Camisetas que no se ven por las calles, pero que los jóvenes soldados visten en los cuarteles. "Un tiro, dos muertos" es el lema bajo el dibujo de una musulmana embarazada. "Mejor use Durex", se lee sobre una mira telescópica por la que se ve una niña muerta con un peluche. En otra se imprime: "Confirmar la muerte". Es decir, se dispara a la cabeza de un herido a quemarropa.



Los portavoces castrenses reiteran que sus uniformados obedecen impecables reglas de conducta moral. Pero los excesos abundan y los castigos brillan por su ausencia. Un soldado que vació un cargador sobre una niña herida en 2004 en Rafah se presentó voluntario para la reciente campaña de Gaza. "Mi mayor preocupación es la pérdida de humanidad en las guerras prolongadas", decía, años atrás, el hoy jefe del Estado Mayor del Ejército, Gaby Ashkenazi.

sábado, 21 de marzo de 2009

sábado, 14 de marzo de 2009

CARNE DE BACON

ANTONIO MUÑOZ MOLINA
EL PAIS,BABELIA, 14 de Marzo de 2009


El estilo es un don y también es una trampa, un amaneramiento. Francis Bacon pintaba a veces cuadros estremecedores y otras veces echaba mano a los automatismos del estilo para pintar un bacon, con la previsible dosis de exasperación visual y de formas retorcidas en las que el color de la carne humana es el de la materia orgánica a la venta en una carnicería o rezumando sangre sobre el mármol o el aluminio de un depósito de cadáveres. "En último extremo, todos somos carne", decía, usando la palabra meat, que en inglés se aplica a la carne sacrificada y comestible de animal, por oposición a flesh, que es la otra carne, la del cuerpo humano y el deseo. Incluso en la vejez la piel de Bacon tenía una cualidad blanda y rosada de carne cruda que está en muchas de las figuras de sus cuadros y que se adivina en sus autorretratos, sobre todo en uno que yo vi el otro día en el Museo del Prado, un tríptico que viene del Metropolitan de Nueva York. El fondo negro es el de los autorretratos más confesionales de Rembrandt y Goya. Las tres caras semejantes son tres fogonazos sucesivos, con una mirada que pasa de la aceptación al remordimiento de la desgana de confrontar los ojos con los del espejo a la angustia que hace que falte el aire y que se respire con la boca entreabierta. Me compré una postal de ese tríptico y ahora lo tengo delante de mí mientras escribo. En la cara hay como hinchazones y manchas violáceas de golpes recibidos pasivamente. Bacon pintó este autorretrato en 1979, a los setenta años, cuando aún mantenía un aire juvenil que se fue volviendo un poco siniestro y decrépito según pasaba el tiempo, según su pintura tendía cada vez menos al desarmado desgarro de quien se enfrenta al lienzo como a un pozo del alma y más a la reiteración de lo ya muy frecuentado, lo inmediatamente reconocible por los admiradores, lo que acaban de trivializar las reproducciones. Le pregunto por la exposición del Prado a un amigo que ya ha ido a verla y me cuenta que ha comprobado que Bacon ya no le gusta tanto como antes. De más joven Bacon era uno de sus pintores; ahora le gusta mucho más Mark Rothko, que cuando era joven le cansaba. Quizás a mí me pasará lo mismo. Cuando uno es joven lo obvio le apasiona, le permite la seguridad de una conmoción indiscutible. Me acuerdo que vi cuadros de Bacon por primera vez en 1992, en la primera exposición que organizó la galería Marlborough al instalarse en Madrid. Un poco después abrió el Museo Thyssen y allí estaba, en las salas del siglo XX, un Estudio de George Dyer ante un espejo que lo dejaba a uno sin aliento aunque lo hubiera visto en reproducciones: nada preparaba para el impacto de la escala, del rigor clásico de la composición, del brío furioso del trazo y las delicadezas del color. Uno comprendía que la única manera de mirar un cuadro sin engañarse es tenerlo de verdad delante de los ojos; y que si, como dicen, poesía es aquello que se pierde al ser traducido, pintura es lo que desaparece en una reproducción.


Incluso en la vejez la piel de Bacon tenía una cualidad blanda y rosada de carne cruda que se adivina en sus autorretratos

Voy al Prado con la intriga de descubrir cuál va a ser mi reacción, paseando en la mañana de domingo por un Madrid en el que la gente se ha echado en masa a la calle por la llegada súbita de la primavera. Ingresar en las tinieblas de Bacon pudiendo haberse quedado disfrutando del Botánico o de las arboledas del paseo del Prado requiere un esfuerzo de la voluntad. Los cedros, los almeces, los castaños en los que ya apuntas los copos tiernos de las hojas, los almendros florecidos, son obras maestras del reino vegetal no menos admirables que las de la pintura. Ingresar a media mañana en las galerías tenebrosas de Bacon es como internarse en un túnel. Algunas personas escuchan las audioguías como si estuvieran recibiendo por teléfono desde muy lejos instrucciones secretas sobre el significado de los cuadros. Viniendo del resplandor de la calle las pupilas tardan un poco en adaptarse a una luz más escasa. Acabo de entrar y estoy casi seguro de que Bacon no va a gustarme. No me gusta nada lo primero que veo, la primera pintura que le dio fama, las Tres figuras para el pie de una Crucifixión. Lo que más me repele es precisamente lo que hace años me hubiera parecido más admirable: la inquietante monstruosidad de esas criaturas que no se sabe lo que son, gritos de bocas carnívoras en caras sin ojos y cuellos que parecen brazos y acaban en puños como cabezas de reptiles. El horror es tan demasiado visible como en una laboriosa descripción de H. P. Lovecraft.

Entonces veo algo que me toma por sorpresa: un cuerpo masculino de espaldas, desnudo, musculoso, sumariamente dibujado, adentrándose en algo que pueden ser unos cortinajes o la cortina de una ducha o el umbral tenebroso de algo; después unas figuras de hombres con trajes oscuros, solitarios, acodados como en escritorios de cavernosas oficinas o en barras de bares oscuros, con telones como de terciopelos venecianos, esperando algo, mirando, con caras de autoridad en las que hay un matiz de farsa, caras fácilmente confundidas con máscaras, con una plasticidad de goma pegajosa, enmarcados por líneas que forman volúmenes de cubos que pueden ser jaulas y también referencias al ilusionismo antiguo de la perspectiva. He de observar cada cuadro igual de cuidadosamente que mi reacción ante él, no dejarme llevar por el desagrado, no distraerme, no engañarme. Como preveía, las variaciones sobre el papa Inocencio X de Velázquez ya me hacen muy poca impresión: puestos a dar miedo, más que las bocas deformes de los papas de Bacon me da la cara de inquisición y astucia que retrató Velázquez.

Pero cuando ya me ganaba la decepción vuelvo a emocionarme: ahora la figura enjaulada y aullando con una crudeza en las facciones que viene de las pinturas negras de Goya es un chimpancé pintado en 1955, con azules y negros, con una anatomía torturada y humana que apenas se distingue de las sombras del fondo. Un chimpancé, un perro, un babuino: en los animales cautivos de Bacon hay más tragedia verdadera y tal vez más misericordia que en sus despojos de reses colgadas de ganchos de matadero, que en sus cuerpos humanos sometidos a la amputación y al retorcimiento, a una tortura que tiene algo tan administrativo como los catálogos de aberraciones de Sade. Me seducen inesperados violetas y verdes, rosas tiernos, azules lisos, negros de una profundidad de veladuras tenebristas. Una silueta negra que puede ser el fantasma de George Dyer al pie de una escalera contiene una tremenda sugestión de desgracia. Una figura sentada en un retrete es un icono de los tiempos modernos y una afirmación espléndida del arte de pintar. No hay que fiarse de Bacon: justo cuando uno está a punto de darlo por sabido salta con un zarpazo y uno descubre que sigue siendo vulnerable. La cara triple de su autorretrato me sigue mirando desde un lado de la mesa.

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martes, 10 de marzo de 2009

VIOLENCIA DE PAREJA

AUTOR: Manuel Fernández Blanco Psicólogo clínico y psicoanalista
TÍTULO: ¿Por qué las siguen matando?
MEDIO: LA VOZ DE GALICIA.
FECHA DE PUBLiCAción: Martes 03 de marzo de 2009

El año pasado, setenta y cinco mujeres fueron asesinadas en España por sus parejas o ex parejas. El año anterior habían sido setenta y cuatro. En el 2000 habían sido sesenta y tres. En general, la tendencia de esta macabra estadística es al alza. Durante el año 2008 se han presentado una media de cuatrocientas denuncias por malos tratos cada día (aproximadamente 146.000 en el año) y se han concedido alrededor de 15.000 órdenes de protección (casi un tercio de estas mujeres mantenían una relación afectiva con sus maltratadores). Un tercio de las mujeres maltratadas ya lo habían sido con anterioridad.

En Europa, entre los países con mayor tasa de feminicidios, se encuentran algunos de los países nórdicos en los que las políticas de igualdad están más desarrolladas que en los países del sur. Según los datos (del año 2003) del Segundo informe internacional sobre la violencia contra la mujer en las relaciones de pareja , del Centro Reina Sofía para el Estudio de la Violencia, en Finlandia la incidencia de mujeres asesinadas, mayores de 14 años, es de 10,32 por cada millón. En Dinamarca es de 5,85. En España, donde ese año fueron asesinadas 70 mujeres, la incidencia fue del 3,61. Estos datos nos llaman a huir de explicaciones simples. Vemos cómo el incremento de las medidas policiales, judiciales y sociales, así como las campañas de prevención, no han permitido reducir esta epidemia social.

El lugar de la mujer ha variado en las sociedades occidentales y este cambio no ha ido en paralelo de cambios sustanciales en el varón. La mayoría de las personas que piden el divorcio son mujeres y actualmente, como ha analizado el sociólogo francés Alain Touraine, ya no lo hacen tanto pensando en lo sufrido como en buscar una vida más satisfactoria. Las mujeres están utilizando más la sexualidad como elemento de construcción de su identidad. La mujer ha sido más capaz de combinar sexualidad y placer con la vida pública y para el hombre es más difícil separar placer y responsabilidades.

Hombres y mujeres padecen de diferentes tipos de dependencia. La dependencia de la mujer está más relacionada con la espera de un signo de amor de su pareja, lo que en ocasiones la aboca a situaciones de maltrato: le hace creer las palabras de amor y de arrepentimiento o interpretar que los celos son signos de interés. Cuando una mujer se instala en una posición de amor permanentemente decepcionada siempre espera que en la siguiente ocasión sea diferente. Esto tiene que ver siempre con su historia infantil, con sus vínculos de amor y dependencia más primarios.

Asistimos a una infantilización generalizada de la sociedad y tal vez del hombre en particular. Es difícil encontrar a un adulto de verdad, como padre, como pareja, como persona que se responsabilice de su vida. Esta dependencia conlleva un auge de las patologías más regresivas, relacionadas con las adicciones en general y la dependencia.

La dependencia se acentúa en las relaciones de pareja y se manifiesta de forma extrema en la imposibilidad de aceptar perder a esa persona. Para estos hombres-niño, la pérdida o el abandono resultan insoportables. Por eso, en un porcentaje muy significativo de casos, al asesinato de la mujer le sigue el suicidio, o el intento de suicidio, del agresor como la expresión de la dependencia infantil más radical. Estos hombres no pueden vivir sin ellas en el sentido literal, porque una vez destruida esa persona ya no tienen con qué sostenerse en la vida.

Frente a esta realidad, las necesarias medidas de apoyo a las víctimas y de prevención de la violencia de género encuentran sus límites. Los programas y protocolos generales no toman en cuenta que detrás de cada mujer maltratada hay una historia, al igual que detrás de cada hombre maltratador. Las respuestas estandarizadas condenan a menudo a la cronificación porque, sin abordar la particularidad de cada historia de maltrato, no es posible salir de la repetición.