lunes, 4 de julio de 2011

ANTONIO VALDECANTOS / El súbdito adulado

El súbdito adulado

Antonio Valdecantos
 
     Hasta la víspera misma del día en que el Gobierno español llevó a cabo, en mayo de 2010, la completa mutación de su política económica y social, era frecuente hallar toda clase de proclamas, y hasta de teorías más o menos ambiciosas, sobre la condición deliberativa, reticular y acéfala de la vigente manera de gobernar y mandar.

     Nos estábamos acercando a pasos agigantados, decía la propaganda oficial, a una forma política inédita en la que las decisiones no emanarían nunca de un único foco, sino que resultarían de una compleja interacción de agentes e iniciativas, gracias a la cual todos podrían ocupar alguna vez el centro de la escena (aunque por poco tiempo) y nadie sería capaz de monopolizarlo; un modo de gestionar lo público en el que cualquier decisión importante estaría sometida a procedimientos de participación, con preferencia electrónicos, gracias a los cuales los ciudadanos se pronunciarían, con un golpe de tecla y en tiempo real, sobre todos los asuntos de interés. Gozaríamos de una teledemocracia hiperparticipativa que sería el adecuado complemento de un teletrabajo apasionante, y todo ello sin necesidad de salir de casa, salvo para cambiar cosmopolitamente de residencia cada cierto tiempo. A lo anterior había de añadirse la conversión en derecho de cualquier objeto de deseo: que algo fuera comúnmente demandado —o, mejor aún, que perteneciese al programa de algún colectivo identitario— y que no estuviera reconocido como derecho subjetivo era toda una anomalía y un atropello de obligada reparación.

     Lo anterior no se concebía como un ideal más o menos utópico, sino como algo que estaba a la vuelta de la esquina o que, de hecho, había comenzado ya. Las cadenas de la dominación política eran cosa del pasado (pues la soberanía se había diluido dichosamente en una red de gobernanzas múltiples) y otro tanto estaba a punto de ocurrir con la esclavitud laboral (el trabajo, no en vano, iba a parecerse cada vez más al ocio). Todo lo anterior, unido a una tierna y entrañable preocupación por lo que se llamaba “valores”, daba como resultado una sociedad de ciudadanos, cuyos principios serían tan sistemáticos y nítidos que podrían enseñarse cómodamente en la escuela.

     De pronto se advirtió que las cosas no iban a proseguir por tan apacible camino. Al parecer, faltaba dinero con que dar abasto al mantenimiento de ese modelo social, de manera que la marcha segura hacia la felicidad tendría que interrumpirse para proveer fondos y seguir después sin sobresaltos. Se había declarado lo que se llama una crisis, y en esas duras circunstancias hay que esperar a que las contrariedades se resuelvan para volver a gozar de las ventajas pasadas: un transitorio, aunque amargo, estado de excepción.

     Sin embargo, esto último no parecía del todo cierto, porque la severidad de los acontecimientos obligó a dar por supuestas, como cosa natural, dos verdades un tanto incómodas. La primera fue que los ajustes económicos y sociales durarían para siempre y no serían revocados ni aun cuando la crisis terminase. Al contrario: se acentuarían progresivamente, porque una economía competitiva tiene que serlo cada vez más si no quiere hundirse: sobrevivir exige cambiar de vida y adaptarse a una existencia dinámica, hiperactiva y arriesgada, a un modelo de productividad quizá poco afín a las costumbres mediterráneas, pero del todo ineluctable. No se trataría de una situación de emergencia, como las constitucionalmente regladas, sino de aquello a lo que algún clásico del pensamiento se refirió como el estado de excepción convertido en regla. La segunda verdad fue que las decisiones cruciales no pueden tomarlas ya los ciudadanos ni sus Gobiernos, sino ciertos agentes económicos transnacionales, enigmáticamente llamados “los mercados”, que conceden a Gobiernos y ciudadanos la capacidad de sancionar políticamente lo que ya está económicamente decidido.

     Merece la pena subrayar una consecuencia muy notable de los dos hechos anteriores: ni el uno ni el otro se pusieron de manifiesto como novedades, sino como algo que ya era cierto desde mucho antes, aunque no se hubiera sabido o querido reconocer. No es que a partir de la crisis fuese a ser mentira todo lo que habíamos creído, sino que ya lo era desde siempre (aunque hasta entonces había podido disimularse), y precisamente por haber actuado conforme a creencias falsas había pasado lo que había pasado.

     Lo que resulta es que no éramos ciudadanos, sino súbditos a los que se adulaba con toda clase de zalamerías. Y no debería sorprender la mansedumbre con la que el súbdito adulado suele responder a los acontecimientos. Quien haya seguido de cerca, por ejemplo, la violenta adaptación de la Universidad pública al mercado ejecutada en los últimos años habrá visto que entre muchos estudiantes y entre casi todos los profesores ha calado muy hondo la servidumbre voluntaria más entusiasta. Igual que en la Universidad muy pocos han rechistado ante su desmantelamiento mercantil, también en la sociedad se impondrá sin grandes contratiempos el culto a la competitividad y a la innovación permanente. Pero lo que ahora se nos solicita no es, sin más, que nos olvidemos de todos los halagos pasados y aceptemos nuestra condición subalterna, sino que neguemos de palabra lo que admitimos de obra, que no reconozcamos que el orden democrático ha sido subvertido y que actuemos como si los verdaderos agentes políticos siguiéramos siendo nosotros. Es de capital importancia que, aunque en la práctica nada vaya a ser como antes, se mantenga una ideología consolatoria lo más parecida posible a la que nos tenía adormecidos.

     Por desgracia, quizá el discurso predominante entre los indignados de estas semanas no desmienta del todo las anteriores expectativas. En gran medida, se trata de una protesta por la mala prestación de los servicios que se tenían contratados, y así se exigirá una solución como quien pide el libro de reclamaciones para demandar más eficiencia. El ciudadano advierte una violación de su derecho a no variar de hábitos de consumo, y reacciona de la manera en que había sido adiestrado: utilizando sus redes sociales y sacando todo el partido posible del Internet y del teléfono móvil (“mi teléfono es un arma”, decía un indignado estos días de atrás). El acampado es un usuario modelo de las nuevas tecnologías, y el aumento de la indignación será un factor de recuperación económica si se sabe canalizar con inteligencia: “Indignaos y marcad” podría ser un eslogan perfecto en la temporada próxima para cualquier compañía de telecomunicaciones. Depuradas de algunos excesos doctrinales, las movilizaciones de estos días se tomarán probablemente como un elemento regenerador y un saludable acicate: una muestra, algo intemperante, pero positiva a la larga, del dinamismo de la sociedad civil y de la vitalidad de la juventud.
Puede que la agitación social en curso sea un magnífico placebo: aunque ya no somos ciudadanos (ni en verdad lo fuimos nunca), vamos a hacer como si todavía lo fuéramos (o como si lo hubiésemos sido siempre). Pero precisamente ese efecto es el que se necesitaba para restablecer la ideología del súbdito adulado: movilízate y comprueba que la sociedad en la que vives se hará eco de tus inquietudes. Hay un derecho que no te quitará nunca y que para mucha gente es el más valioso de todos: el derecho a ser parte del espectáculo.

     El presente estado de crisis económica es en su esencia un hecho político o, mejor dicho, antipolítico: una ocasión máximamente afortunada para extender la lógica del mercado a la totalidad de la vida, sin dejar resquicio alguno fuera. Frente a ello, la única resistencia concebible estribaría en mostrar que no estamos dispuestos a vivir de ese modo. Pero tal declaración no sería cierta, porque la existencia hiperactiva, acelerada y trepidante, la gestión total de la vida y la esclavitud voluntaria tienen para el hombre moderno, como desde antiguo se sabe, un atractivo irresistible.

Antonio Valdecantos es catedrático de Filosofía en la Universidad Carlos III de Madrid. Su último libro publicado es La fábrica del bien.

Xose Luis Barreiro/ Consejos da que para ella no tiene

a torre vixía 

Consejos da que para ella no tiene

Fecha de publicación:
La Voz de Galicia, Lunes 04 de julio de 2011
     Hillary Clinton, secretaria de Estado del Gobierno Obama, llegó a España cargada de consejos y recetas contra la crisis, y, haciendo gala de la mentalidad de país escogido por Dios para salvar al mundo, sacó esos consejos de los despachos -donde pueden tener algún sentido y revestir la forma de intercambio de ideas y estrategias para la colaboración- y los llevó a la calle, donde suenan a admonición jerárquica hecha desde la potencia dominante al protectorado dominado. Por si esto no fuese suficiente, las autoridades españolas implicadas en la visita, desde el rey abajo todos, se comportaron con la paleta solicitud -decir servilismo sería exagerado- que es habitual por estos pagos siempre que huele a Casa Blanca. Así que incluso yo, que no soy nada remilgado para estas cosas, me sentí molesto.

     Estados Unidos es el lugar del mundo por el que rebosó la gota que desencadenó la actual crisis. Y aunque esto no es importante, porque la leña de la hoguera estaba acumulada en todas partes y la chispa se hubiese producido antes o después en cualquier otro lugar, la banca americana -y esto sí que es grave- se dedicó durante mucho tiempo a exportar la crisis mediante el uso de material financiero gravemente contaminado. Para que tal cosa fuese posible mintieron y falsearon sus cuentas los banqueros; fue tolerante -¿o cómplice?- la Reserva Federal; y colaboraron a base de embustes y medias palabras las agencias clasificadoras y las publicaciones que funcionan como biblias de la economía. ¿Se puede ir más allá?

     Pero el país de la señora Clinton no es solo el origen de la crisis. También es el país de la deuda desbocada (14 billones de dólares), que merced al abuso de la máquina de billetes y al largo privilegio de poseer la única moneda de reserva que había en el mundo, consiguió exportar a todas partes. Y Estados Unidos es, lo acaba de decir Obama, el país que ya no puede sostenerse sin seguir aumentando la bola de déficit (1,4 billones de dólares en el último ejercicio fiscal) que amenaza su economía. Por eso le da proído la autonomía del euro; por eso necesita la complicidad permanente de China; y por eso sigue siendo la bomba económica que va a provocar mediante el colapso del sistema internacional de pagos el siguiente y más grave período crítico.

     Así las cosas, Hillary Clinton pudo evitarse los consejos que para ella no tiene, y dejar que resolvamos nuestro problema, como mayorcitos que somos, o que nos dé consejos la UE, de la que formamos parte y de cuyos defectos y virtudes participamos libremente. Para ser correcta le hubiese bastado hablar en plural de las recetas que todos necesitamos, o estar calladita, que está más guapa. Y así se lo digo, sabiendo que me lee a diario, para cuando vuelva otra vez: no des consejos, amiga Hillary, que para ti no tienes.