domingo, 7 de junio de 2009

EN EL JARDÍN DE SOROLLA

EL PAIS, BABELIA 06/06/2009


"En el jardín de Sorolla"

ANTONIO MUÑOZ MOLINA



En sus autorretratos Joaquín Sorolla tiene con frecuencia una actitud de acecho. Se pinta a sí mismo un poco inclinado hacia delante, el pincel en una mano, la paleta en la otra, la mirada ansiosa en el espectador, o en el espejo en el que está viéndose, o en el lienzo al que una vez más está enfrentándose, o en esa fracción del espectáculo incesante del mundo que está queriendo atrapar, sabiendo que por muy atentamente que mire y por muy rápido que pinte las cosas habrán cambiado o habrán desaparecido al cabo de un parpadeo. "Hay que pintar y pintar y pintar, no queda más remedio", escribió en una carta. Cuando no pintaba estaba imaginándose cuadros o dibujos veloces o escribiendo cartas en las que divagaba a toda velocidad sobre la pasión y el tormento de su oficio: "No hay nada inmóvil en lo que nos rodea. Hay que pintar deprisa, porque ¡cuánto se pierde, fugaz, que no vuelve a encontrarse!".

"No hay nada inmóvil en lo que nos rodea. Hay que pintar deprisa, porque ¡cuánto se pierde, fugaz, que no vuelve a encontrarse!"

Ramón Pérez de Ayala, que tuvo ocasión de observar de cerca a Sorolla cuando posaba para él, lo describe como un hombre devorado por la prisa: "Sorolla estaba aquejado de una impaciencia, de una urgencia trágica... Era como una cuerda sonora estirada hasta el límite agudo de su elasticidad". Pero la vehemencia de esa mirada de los autorretratos no es sólo la de la angustia, la del remordimiento del trabajo pendiente contrastado con la fugacidad del tiempo; es también la de una curiosidad maravillada hacia la belleza y la variedad del mundo que nunca atenúa la desgana ni socava el desengaño; es el fervor doble por las cosas visibles y por el oficio de representarlas; es la mirada cordial del hombre que ha sido pobre y ha salido de la penuria gracias a su trabajo hacia aquellos que han de trabajar con sus manos y nunca obtienen lo que merecerían; la del esposo que contempla a su mujer con un amor que parece haberlo unido a ella desde siempre y se fortalece con el paso de los años; la del padre que se asombra de la existencia soberana de los hijos y a la vez ve en ellos el fruto de la pasión sexual que lo une a su mujer en una secreta conjura. En el Prado uno ve ahora el retrato prodigioso de su hija mayor, María Clotilde, y se conmueve más todavía al leer lo que Sorolla escribió en una carta a su mujer: "...porque esa niña eres tú y soy yo, así que amándola tanto nos corrobora el cariño que sentimos por nosotros mismos".

Hay que mirar con mucha atención a esa niña, pintada en 1900, cuando tenía ocho años. El pelo negro, los ojos negros y serenos, las manos juntas, tal vez jugando con los pulgares mientras posaba para su padre, con dulzura y paciencia, a la vez con atención y con ensimismamiento. La bata que viste es un deslumbramiento de blancos más rico de matices cuanto más se mira: el blanco puro del algodón en la luz, el blanco azulado que refleja los azules blancos y azules de la pared, el blanco suavemente gris que es la sombra de lo blanco en los pliegues de la tela, el que ronda el amarillo, el blanco translúcido como de nácar, el que resalta más todavía por contraste con el rojo infantil de los labios o con el rosa del lazo que la niña lleva en la cabeza. Es verdad que la niña se parece a su madre, Clotilde -en los ojos, en la boca, en la actitud dócil de posar-, pero no sabemos del todo si el parecido es el que había literalmente entre las dos o el que proyecta el amor paternal y conyugal de Sorolla. Esos blancos regresan en otra declaración de amor más delicada todavía, en otro cuadro que se titula Madre. Clotilde acaba de dar a luz a su hija Elena. La cama en la que yacen la recién parida y su criatura es una extensión de blancos tan anchurosa como un paisaje nevado: el límite entre la almohada y la pared tiene algo de horizonte. Y en esa amplitud en la que no hay nada más sobresalen del embozo la cabeza de la madre y la de la niña, la una vuelta hacia la otra, entre la delicia y el agotamiento y el sueño, la cara de la niña con ese color rojizo de los recién nacidos, la de la madre de una palidez agrisada, de máxima extenuación después del esfuerzo y la angustia del parto, de un alivio sereno acentuado por la debilidad física. Para nosotros, espectadores modernos habituados a los ascetismos visuales de las vanguardias, Sorolla es mucho mejor cuando está más contenido, cuando vence la tentación de sucumbir a sus facultades más evidentes, aquellas que facilitaron la caricatura injusta de su colorismo superficial y folclórico, de una opulencia entre ordinaria y fallera de pintor de hectáreas de paletos con trajes regionales o de niños brillantes como botijos chapoteando en las playas.

Cuántos malentendidos, cuánta suficiencia. Da vergüenza comprobar que uno mismo ha compartido la biliosa tendencia española al desdén hacia lo que de verdad no se conoce, hacia lo que uno no se ha molestado en mirar ni en leer. Sorolla quería jubilosamente pintarlo y además tenía el afán de acumular encargos de quien ha sido pobre de niño y ya no pierde nunca la inseguridad ni el miedo a la escasez. En su ambición abarcadora se parece a Galdós, que disfrutó como él de un gran éxito cuando estaba en la plenitud de sus facultades y luego fue también arrojado al purgatorio del descrédito. En la exposición del Prado que ahora le hace justicia a Sorolla está ese retrato de Benito Pérez Galdós que se ha reproducido tanto, pero que yo hasta ahora nunca había visto de verdad. La clase intelectual de un país que a lo largo de varias generaciones se permite el lujo de desdeñar por igual al pintor y al retratado ha de estar enferma de mezquindad o de ceguera.

A la exposición del Prado va tanta gente que a ciertas horas es difícil acercarse a los cuadros. Basta un paseo no muy largo para disfrutar en perfecto silencio del Museo Sorolla, para aproximarse con la necesaria quietud no sólo a su pintura sino a la atmósfera de la vida familiar que tanto le importó: los retratos de Clotilde, hermosa y deseada a través de los años, los de los hijos que se han ido haciendo adultos, los autorretratos del hombre que ya tiene canosa la barba pero sigue mirando con la misma codicia. Quien vivió consumido por esa urgencia trágica que adivinó en él Pérez de Ayala hubo de pasar inmóvil los tres años últimos de su vida, paralizado por una hemiplejía. En un banco del jardín que él mismo diseñó y que pintó tantas veces, oyendo el rumor del agua en la fuente, el de una brisa suave en los árboles, he querido imaginar cómo miraría Sorolla lo que yo estoy viendo cuando el cuerpo paralizado no le respondía. En una carta había escrito: "Yo pinto siempre con los ojos".